· por Cristianisme i Justícia · en Migraciones y refugio
Oriol Prado. Antes del verano me pidieron escribir algo referente a la hospitalidad y cómo, desde un itinerario cristiano, se podía ser instrumento para construir una sociedad de acogida ante la llegada de migrantes a nuestro país. La propuesta estaba hilvanada en torno a cinco verbos: abrir, peregrinar, compartir, (re)conocer y amar. La vigencia de estas actitudes plenamente evangélicas me sigue pareciendo válida hoy.
Este verano la ciudad de Barcelona ha sufrido directamente la acción del terrorismo de EI, y desde algunos altavoces se ha expresado una relación causa-efecto directa entre migraciones y acogida de refugiados y el atentado. Quisiera recordar, en primer lugar, que este tipo de atentados se han venido repitiendo en otras ciudades del mundo, y hay que tener presentes todas las víctimas que ha habido aquí y en todas partes por la acción que pretende ser desesperanzadora (es decir, que tiene como objetivo negar toda esperanza). En segundo lugar, quisiera proponer una lectura de la acogida, desde los cinco verbos mencionados más arriba, que nos pueda ayudar a una nueva mirada hacia las personas migrantes.
No pretendo, por tanto, hacer un análisis de las causas que nos han llevado a estos atentados ni de sus consecuencias. Algunos buenos análisis como los que encontrareis en el blog de CJ (“Es hora de buscar todas las causas del terrorismo”, de Jaume Flaquer; “Comunicado del grupo de trabajo sobre religiones y paz ante los atentados de Barcelona y Cambrils”; “Pasión de Barcelona, pasión del Mundo”, de J.I. González Faus) nos ayudan a vislumbrar las causas que han llevado a la acción terrorista y posibles caminos para recorrer hacia una verdadera fraternidad entre diferentes fes, culturas, sociedades: entre seres humanos. Quisiera añadir, sin embargo, algunas palabras a partir del itinerario ofrecido por los verbos abrir, caminar, conocer, compartir y amar, de cómo y por qué la hospitalidad puede contribuir a la inclusión de las personas migrantes en nuestra sociedad.
Abrir, como punto de partida para la hospitalidad. Sin embargo, no es sencillo abrir: si abrimos los ojos, tal vez veremos cosas que no nos gustarán; si abrimos los oídos, oiremos algunas cosas que no queríamos oír; si abrimos las manos para dar, dejaremos de poseer aquello de lo que nos hemos desprendido; si las abrimos para recibir, lo haremos con la desconfianza de sabernos deudores del que nos ha obsequiado; al abrir el corazón nos quedaremos a la intemperie. Y a pesar de todo, es en el abrir donde puede comenzar el camino de la hospitalidad: porque es con los ojos abiertos que descubrimos realidades de injusticia que nos vacunan contra la indiferencia. Es con los oídos abiertos cuando, en medio de un ruido mediático ensordecedor, intuimos el clamor de los sin voz y descubrimos voces proféticas que ofrecen alternativas. Es con las manos bien abiertas que recobra valor lo dado y descubrimos la belleza de la gratuidad en el recibir. Es descubriéndonos a la intemperie, con el corazón bien abierto, cuando no tenemos nada que perder, que toma todo el sentido el “no tengo miedo” que ha resonado en nuestras calles y que nos hace vivo el Evangelio: “no tengáis miedo” (Jn 6,20).
Este abrir nos conduce, nos hace caminar, salir afuera: “El Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Mt 8,20). Es en el encuentro con el otro donde descubrimos el prójimo como sagrado, tal y como aparece en las grandes tradiciones religiosas. El huésped es concebido por la tradición hinduista como aquél que no tiene tiempo. En la tradición bíblica encontramos el peregrino, el extranjero… Abraham el itinerante (Gn 12), que es a la vez quien acoge a Dios mismo cerca del árbol de Mambré (Gn 18). Es, pues, con la experiencia de haber salido de nuestro confort que podremos aproximarnos con empatía al migrante que también ha tenido que marcharse de su casa. Y siguiendo el mismo hilo propuesto en el texto de Mambré, descubriremos que, sin salir al encuentro del otro, éste pasaría desapercibido en nuestras vidas. Hay que remarcar, pues, que en este itinerario hacia la hospitalidad es necesario no recluirnos en nosotros mismos, ni como individuos ni como clan. Hay que salir fuera, al encuentro, convirtiéndonos en peregrinos, y la experiencia de intemperie, al abrir el corazón, nos posibilitará el aprendizaje de la acogida.
De este caminar que nos lleva al encuentro del otro surge la necesidad de conocer, de descubrir una realidad que intuíamos al abrir ojos, oídos, manos y corazón. Conocer no es meramente darse cuenta de una realidad que quizás hasta el momento era desconocida, sino incorporar esta realidad en nuestro propio ser. Así, al conocer no sólo descubrimos al otro quitando el velo que nos lo ocultaba, sino que rompemos con las ideas preconcebidas que teníamos. De alguna manera, más que de conocer se trata de reconocer al otro como persona, como ser humano, como igualmente digno. Conocer y reconocer requiere hacer un recorrido hacia dentro y otro hacia fuera: conocernos a nosotros mismos, reconocernos como acogidos y finalmente desvelarnos como débiles para transitar afuera conociendo al otro como igualmente débil, y desvelar su dignidad para que sea reconocida. Este doble conocimiento (adentro y afuera) nos ofrecerá un enriquecimiento: se trataría de mejorar lo que ya somos como personas, comunidades o sociedad con lo mejor de lo que nos aportan las personas migrantes cuando les dispensamos una buena acogida. No se trata de perder nuestra identidad, es más bien darnos cuenta de que las identidades son dinámicas -como siempre lo han sido a lo largo de la historia- y que la hospitalidad podrá hacernos descubrir que la manera de vivir del extranjero tiene algo que mejorar en la nuestra y viceversa.
Este enriquecimiento que surge del reconocimiento mutuo configura un compartir entre iguales. Este compartir, inicialmente, se podrá concretar en aspectos materiales: ofrecer recursos, alimentar o dar cobijo desde la gratuidad. Sin embargo, no habrá que descuidar la dimensión personal del compartir, siempre desde el respeto al otro y a nosotros mismos, al momento vital, a lo que queremos contar y a lo que no. Durante toda la acogida tendrá un valor importante la manera de compartir, será necesario que los gestos y las actitudes sean de ternura, de cuidado, de escucha, de empatía y de diálogo. Este compartir es necesario que se produzca en la dimensión personal, en la comunitaria y en la social. Hay que remarcar la necesidad de la dimensión comunitaria en la acogida; es en la comunidad que se extiende como red donde el acogido puede y debe convertirse en un nodo más, siguiendo su proceso, que es un proceso compartido con la comunidad. Una dinámica que tiene hitos, pero no tiene meta: la construcción de la realidad compartida con la persona acogida, como la construcción de cualquier otra comunidad humana, se perpetúa en el tiempo con momentos mayoritariamente de crecimiento, pero también de incertidumbre y debilidad. Hay que velar para evitar la rotura de los hilos que se han ido tejiendo por firmes que parezcan, y si es necesario, rehacer puentes.
Finalmente es en el amar que se nos ofrece el alimento, la fuerza, la perseverancia y el sentido para la hospitalidad. Me identifico con el otro descubriendo mi propia vulnerabilidad. En el amor me descubro a mí mismo acogido por mi comunidad, por mí mismo, por el otro. “Amarás al prójimo como a ti mismo” (Lv 19,34) (Lc 10,27) y es en la Encarnación que el otro se convierte en el Otro.
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