No hablamos ni escribimos lo suficiente sobre la importancia, el valor e, incluso, la urgencia de ser buenas personas. Escribimos sobre la vulneración de los derechos humanos, sobre la lucha por la igualdad, sobre las fallas de la justicia, sobre la dignidad pisoteada, sobre la recuperación de la decencia… Y con todo ello, damos por sentado que estamos hablando de lo básico, de lo fundamental: de ser buenas personas.
Pero, quizás, por ser precisamente lo obvio, lo estemos invisibilizando, tratando de dar un marco jurídico, un contexto internacional, una legitimidad a lo que hasta hace no tanto tiempo había un consenso social: que lo justo, lo digno, lo respetable y hasta lo hermoso era ser solidarios, amables, educados, respetuosos, humildes, generosos, comprensivos, justos, abiertos y alegres -sí, ser alegre también es una forma de generosidad-. Han sido tantos los ataques contra estos valores en las últimas décadas, en las que el neoliberalismo se ha encargado de inocular la competitividad, el individualismo, la ostentación, el consumismo y la acumulación a través de todas las vías a su alcance (los medios, la publicidad, las políticas públicas…), que los que defendemos otras formas de convivencia hemos volcado gran parte de nuestros esfuerzos en crear y divulgar discursos, conceptualizaciones, análisis, propuestas y ejemplos no sólo cargados de razón, sino también de todo el rigor y la enjundia de los que hemos sido capaces.
Pero, a veces, se nos ha olvidado hacer pedagogía sobre otra de las premisas básicas, ‘predicar con el ejemplo’, o como tan acertadamente ha titulado su último libro Pepa Torres Pérez, “Decir haciendo”.
Ser buena persona no se demuestra en las grandes gestas, ni con elevadas declaraciones ni escribiendo reportajes sobre desahucios, fronteras o la pobreza. Ser buena persona es lo que vi cuando me encontré por casualidad a Mamadou, activista contra las políticas de extranjería, en casa de Noor. Él había ido hasta allí desde su barrio, al otro lado de la ciudad, para recoger su bombona de butano y cambiársela por otra nueva para que ella y sus dos hijas no pasaran frío. Noor, marroquí, estaba embarazada de siete meses y Mamadou, senegalés, quería ahorrarle el cargar con todos esos kilos a sabiendas de que su marido estaba trabajando en un país lejano. Eso es ser buena persona, y no se me ocurre nada más importante que decir de alguien.
Como lo es Lola, que lleva quince años pasando sus tardes con los niños y jóvenes de un centro de menores que no tienen a nadie que vaya a recogerlos el fin de semana, como sí ocurre con algunos de sus compañeros, que han tenido la suerte de disfrutar de un programa de familias de acogida de tiempo libre. Y lo hace sin darse importancia ni aires de superioridad moral, como hacen otros.
O Marcela, jubilada que cuida tres veces por semana de los hijos de su vecina para que ésta pueda ir a hacer un curso de informática y ver si así, de una vez por todas, consigue encontrar un empleo de lo que sea. A los niños les gustan mucho los bocadillos de paté que les prepara Marcela y a Marcela volver a ver caer sobre su alfombra migajas y risas.
A las buenas personas se le reconoce porque no solo cuidan, se preocupan y se ocupan de los que son familiares, amigos o conocidos; porque cuando hay un problema buscan soluciones y cuando hay alegrías las celebran como propias; porque no están cuando saben que estás acompañada, pero acudirán al primer silbido; porque no saldrán en la primera plana de las fotos, sino que se ofrecen a hacer la foto; porque saben que mientras estén vivos, la cagarán tanto como lo harán los otros y, por eso, se perdonarán a sí mismas tanto como a los demás; porque cuando se sienten decepcionadas por alguien, primero le preguntan sus motivaciones, antes de dar por sentado que lo hicieron adrede; porque no necesitan que los demás estén demostrándole diariamente su amistad y cariño, sino que lo dan por sentado –aunque pasen años sin hablar– porque saben que se puede estar sin hacerse notar; porque las buenas personas cuando tienen, reparten y cuando les falta, piden; porque no se creen mejor ni peor que nadie, sino que saben que ‘los otros’ somos todos; porque saludan a la vecina, siendo conscientes de que al saludarle mirándole a los ojos están diciéndole ‘estoy aquí, sé que existes y te respeto’; porque no confunden el precio con el valor y porque saben que el valor no tiene precio; porque sólo les preocupa el dinero por lo que su falta puede robarnos; porque preguntan ‘cómo estás’ para que le digas cómo estás y no para que te calles tus problemas; porque viven con la casa, la despensa y los brazos abiertos, y duermen soñando con un mundo mejor.
Todos y todas sabemos qué es ser buena persona porque hemos crecido rodeados de ancianos y ancianas que tenían claro –porque lo habían practicado– que donde comen dos comen tres, porque sabemos que hubo un tiempo no tan lejano en que las tenderas fiaban durante varios meses cuando había huelgas en las cuencas mineras asturianas porque eran conscientes de que si no lo hacían sus clientas y sus fíos (hijos) no comían; porque los que vivimos en el campo sabemos que un prao no lo siega una sola familia, y que no hay fogones más vivos que en los que siempre hay varias raciones para los que puedan llegar por sorpresa.
Sabemos lo que es ser buena persona porque todas hemos sentido alguna vez la calidez de la hospitalidad, el socorro de la mano que nos alzaba del pozo, las risas que saben saladas por las lágrimas de las veladas en las que un amigo nos recordaba que, además de al pan, tenemos derecho a las rosas, así sea en forma de vino, de abrazos o de palabras.
Y es entonces cuando hemos constatado que de buenos no se es tonto, que tildar a esas personas de comprometidas por lo que no debería ser más que la norma es una trampa, una falacia para situarlas en un altar inalcanzable, como si serlo sólo pudiese estar al alcance de unas cuantas, convirtiéndolas en héroes y heroínas para que creamos que esa es la excepción y que el resto bastante tenemos con sobrevivir e intentar ser felices, que nos gustaría ser como ellos y ellas, pero que el mundo es despiadado y que el que no come terminará siendo comido.
Pero no es lo normal, lo lógico ni lo aceptable que no conozcamos ni nos importe lo que les ocurre a nuestros vecinos ni al resto de los seres humanos, que creamos que el extranjero pobre es el enemigo, que el que piensa distinto debe ser acallado, que si alguien tiene necesidades es su problema, o que si nosotros tenemos problemas es sólo nuestro problema.
Pero esos son los mensajes de un corpus ideológico que representantes públicos, líderes de opinión, algunos medios de comunicación, patronales y otros poderes nos lanzan cotidianamente para convencernos de que es normal que alguien en el Parlamento pueda gritar “que les jodan” cuando se aprueban recortes para las ayudas a las personas sin trabajo, o que se puedan disparar pelotas de goma a hombres que intentan llegar a nado a una playa ceutí, o considerar una amenaza una huelga feminista.
El objetivo ya lo vislumbró el filósofo Zygmunt Bauman en su ‘teoría de la manipulación de la incertidumbre’: crear falsos enemigos a los que podamos culpar de las desgracias que nuestros dirigentes provocan ante su incapacidad para dar respuesta a los grandes desafíos. Pero eso sólo es posible gracias a ‘la banalización del mal’ que tan bien desentrañó la teórica política y periodista Hannah Arendt: el hecho de que una gran parte de la población asuma y cumpla con las reglas dictadas por los estamentos superiores del sistema sin reflexionar sobre sus implicaciones y consecuencias.
Por eso, ahora más que nunca, es urgente recordar que ser buena persona no sólo no es de tontos, sino que es lo digno, lo valioso y lo respetable y que son ellas las que hacen la vida más vivible, más humana, más bella. Las malas personas son las que nos han traído hasta aquí. De quién gane el discurso, pero también la práctica, dependerá nuestro futuro.
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